lunes, 9 de julio de 2012

LA NOCHE


Era una noche calurosa, 
una de tantas noches en las que el calor inundaban los sentidos
y su ausencia hacía más insoportable el ardor nocturno.

La princesa abandonó sus aposentos,
descalza, con sólo un fino y traslucido camisón
que dibujaba y delineaba sus pronunciadas y voluptuosas curvas.

Caminó decidida por el sendero trasero del castillo,
donde el cielo estrellado iluminaba el camino
 y la calurosa brisa movía ligeramente su camisón
que se ceñía a su pecho, a su sexo.

Fue contando los imponentes robles que adornaban el camino,
uno, dos, tres, cuatro...quince...el roble más grande y más fuerte,
se agachó entre las ramas que descendían de su tronco
y atravesó la espesura
abrazando con sus manos el cuerpo del vigoroso roble.

Y emergió ante sus ojos,
el rincón especial,
uno de sus lugares especiales,
que sólo El Príncipe y la princesa conocían,
que sólo ellos sabían de su existencia
y sólo ellos disfrutaban a solas,
en la intimidad.

Sumergió primero sus dedos, luego su pie
y fue como recordar cada momento vivido en ese lugar,
el agua aliviaba su calentura,
notaba su dulce frescor ascender por las rodillas,
por los muslos,
Él estaba allí, lo sentía, en el agua, en el aire, en el olor a humedad,
su humedad.

Remangó su camisón hasta la cintura,
como solía hacer delante de Él,
como solía decirle Él que hiciera,
mostrándose y entregándole lo que más apreciaba aún en la distancia...
su esencia.

Danzó por las aguas,
balanceo su cuerpo en la noche,
se insinuó a las estrellas que la miraban como si fuesen Sus ojos,
respiró y absorbió la brisa que le llenaba el pecho,
que erizaba sus pezones,
que alentaba a su sexo,
brisa que venía desde lejos,
brisa mandada por Él.

Y la noche fue envolviéndola,
arropándola hasta hacerla suya,
porque Él era la noche,
Él era el agua, el viento, las estrellas, el imponente roble,
Él era todo..aún en la distancia.