viernes, 3 de junio de 2011

Suavidad

... y así mismo despertose el Príncipe, sintiendo a su lado a su princesa, relajado por los cuidados recibidos por ella, con los dedos posados sobre sus cabellos, aquellos rubios y lisos cabellos de inconmensurable suavidad que le hacían recordar los pétalos de las delicadas rosas silvestres que nacían en las altas montañas de sus tierras.
Posó entonces sus labios en la blanca piel de la cara de la princesa, suavemente besándola hasta conseguir que ella se despertara con su eterna y dulce sonrisa en los labios y le conminó a que se vistiera para acompañarle, así lo hizo la complaciente princesa y ambos montaron el blanco caballo del Príncipe. No necesitaba la princesa saber el destino de su viaje, fuertemente agarrada al Príncipe, sentíase el ser más seguro sobre la Tierra, sentía la fuerza del Príncipe en sus manos, sentía su poder, sentía su poderosa espada golpeándole leve y acompasadamente al trote del caballo, sentíase protegida y feliz.
Así recorrieron bellísimos y maravillosos parajes, campos de verdes imposibles, frondosos y húmedos bosques, hasta llegar a las altas montañas. El viento estaba feliz y los abrazaba en su viaje, rozaba la suave piel de la princesa, jugaba con sus cabellos proporcionándole una placentera sensación, allí mismo, a lomos de aquel caballo, con su cabeza apoyada sobre el Príncipe, así se sentía ella.

Tras atravesar el natural túnel que formaba aquel tupido bosque, de repente, detúvose el caballo a la vera del sendero y ambos se apearon de él. Sin mediar palabra, el Príncipe tomó la mano de su princesa y ambos se adentraron en la zona boscosa; al poco, de repente, el bosque desapareció y ante las dilatadas pupilas de sus ojos, apareció el más bello paisaje posible, una pintura hecha realidad, allí, bajo sus pies, engarzábanse ocres montañas con verdes valles, regados por juguetones riachuelos de frías y cristalinas aguas.
Con la visión de tal bello paisaje, apenas se habían percatado de que junto a ellos crecían las delicadas rosas silvestres. El Príncipe tomó su morral en una mano y en la otra su afilada espada y de un certero y seco movimiento de su muñeca, una a una cortó y dejó caer dentro de su morral, sin tocarlas, ocho rojas rosas.
Fue entonces cuando el Príncipe abrazó a la Princesa y caminó así, lentamente, manteniéndola abrazada hasta llegar a la gran piedra que culminaba el borde del acantilado, conminándole entonces a sentarse en ella. Sumisamente la princesa obedeció, sentándose en el mismo borde del precipicio y el Príncipe se sentó tras ella, sin dejar de abrazarla, muy pegado a ella, con la boca en su oído. Relajó sus brazos casi dejando a su princesa a merced del peligro y al oído le susurró: “¿de quién eres?” "Tuya", respondió su princesa estremeciéndose, ante lo que el Príncipe la apretó fuerte contra sí.. Con la otra mano escurrió su blusa dejando que cayera sobre su cintura y quedó la Princesa con sus pechos desnudos.

El frío aire de la montaña junto con sus intensas sensaciones erizaron sus pezones manteniéndolos erectos, hermosos... parecíale a la princesa que el tiempo se detenía allí, sintiendo la protección del Príncipe, la que le daba una total calma aún sabiendo que dependía de su brazo para no precipitarse al vacío, mas total era su relajación, solamente perturbada por la excitación que le producía tal cúmulo de sensaciones: sentíase dominada, protegida, sumisa, amada, relajada, intensa, húmeda, todo eso sentía a la vez.
Después de intensos instantes así abrazados, incorporó el Príncipe a su princesa y subidos al lomo del blanco caballo, deshicieron el camino recorrido para regresar a Palacio. Una vez en sus aposentos, el Príncipe ordenó a su princesa que se desnudara, a lo que ella complaciente accedió, postrándose de rodillas, desnuda y con la mirada baja, esperando las instrucciones del Príncipe.
Fue entonces cuando él vació su morral sobre la cama y los delicados pétalos de las rosas silvestres que había recogido en la montaña comenzaron su interminable baile sobre el aire de la estancia, lentamente balanceándose hasta suavemente posarse sobre su lecho, creando un bello mosaico rojo sobre el blanco de las sábanas de puro lino que vestían la cama.
El Príncipe tomó entonces en sus brazos a la princesa y de igual forma que antes se habían posado los pétalos, la depositó con suma suavidad sobre la cama, desnuda sobre los suaves pétalos de rosa.
Tumbose el Príncipe a la vera de su princesa y alargó su mano para tocar sus cabellos como acostumbraba a hacer cada noche, sentía en los poros de su piel la infinita suavidad de los cabellos de su princesa. Acercó también sus dedos a los delicados y suaves pétalos de rosa, rozándolos lentamente, mas ásperos le parecían en comparación con el tacto de los cabellos de su princesa, por lo que eligió estos últimos para que le acompañaran en su sueño, mientras, susurrándole, le dijo a su princesa....
“Puesto que eres mía, ésta noche seré yo quien te cuide... mi princesa”

2 comentarios:

  1. Aysssss!!!!!
    Cuánta ternura, dulzura, amor, delicadeza...
    Uffff!!! Bellísimo final.
    Precioso relato, feliz de haberlo leído y haber pasado por aquí.
    Cariños!

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  2. Pero que romántico es mi príncipe...y otras muchas cosas...ummmmmm

    TQ mi principe.

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