martes, 26 de abril de 2011

¿hasta cuándo?

Gustábale a la Princesa caminar por verdes campos, tumbarse en la fresca hierba, jugar, sacar la niña traviesa que dentro llevaba, por veces tristemente perdida en su interior. Mas, sin embargo, sin saber muy bien por qué, la Princesa había caminado demasiado tiempo en el pasado, por las pedregosas tierras mediterráneas, entretenida, feliz, disfrutando a veces de su inconsciencia con sus tropezones en las piedras, sin ni siquiera acordarse de la existencia de otras tierras de inmensos y verdes campos en las que podría caminar con más seguridad, más firme y corretear sin miedo a tropezar, dejando que la eterna niña traviesa pudiera disfrutar jugando y recuperando su íntima esencia.
Y a pesar de que ahora la Princesa acudía al encuentro de su Príncipe Mediterráneo en una zona de terreno mucho menos pedregosa, la Princesa había quedado muy herida de tanto tiempo caminando entre las piedras, tenía su base, sus pies, maltrechos y con dolorosas llagas. Maldecíase a si misma, arrepentíase ahora de su inconsciente actitud, de la pérdida de su esencia, de haber caminado y actuado de indigna forma para una Princesa y deseaba ahora caminar por tierras más seguras y que la fresca hierba sirviera de íntimo bálsamo para sus pies. Sin embargo, incomprensiblemente, recordaba con nostalgia los saltos entre las piedras, incluso los dolorosos tropezones.
En sus cada vez más frecuentes e intensos encuentros con el Príncipe Celta, en el claro del bosque donde se citaban, amargamente se quejaba el Príncipe de que él caminaba descalzo desde su pasado enterramiento y aunque cada vez ansiaba más estar con su Princesa, cada vez la sentía más cerca, más suya, más intensamente, también cada vez más sus pies, llagados, doloridos y destrozados por haber caminado por el terreno pedregoso en busca de su Princesa, hacían que el Principe temiera que, de seguir así, trágicamente, algún día, quizás no muy lejano, sus pies no responderían y no podría acudir al encuentro de su Princesa, quizás nunca jamás…
Mas la Princesa, en su momento, había ordenado al maestro guarnicionero de Palacio, le confeccionara al Príncipe Mediterraneo unas robustas y cómodas botas, para que no dañara sus pies, caminando en sus pedregosas tierras. Por este y no otro motivo acontecía, que el príncipe Mediterraneo encontrábase cómodo y feliz en el terreno pedregoso y, aprovechándose y valiéndose de la buena fe de la Princesa, a sabiendas del cariño que ella le profesaba, y de su ya conocida costumbre de siempre desear agradar a los demás, convencíala para que continuara caminando por incómodo y dificultoso terreno, a pesar de que, viendo que la Princesa ya comenzaba a sufrir y entender que no era eso lo que ella deseaba, la empujaba ahora a un terreno menos pedregoso, con la indigna intención de mínimamente contentarla.
La Princesa sin embargo deseaba ser ella misma, deseaba que sus pies volvieran a ser bellos y delicados, deseaba caminar por zonas más seguras, más limpias, donde sintiera que recuperaba su esencia y pudiera liberar su dañada conciencia de atormentadores arrepentimientos, donde pudiera jugar y corretear su interna niña consentida.
El Principe Celta, que con sus legendarios poderes había intuído la situación en que se encontraba su Princesa, a pesar de que ella constantemente le ocultaba sus correrías pasadas por tan poco propicio terreno y sabedor de su también delicada posición, abriole los ojos a su Princesa, haciéndole ver que, de ninguna manera podían, ninguno de los dos, continuar caminando en ese terreno, pues ambos acabarían destrozados. El Príncipe tomó entonces la mano de su amada Princesa y la guió hasta un rincón apartado y le pidió que mirara donde él le señalaba: ante la mirada de ella mostrose un lúgubre, oscuro y largo túnel de frondosa vegetación. El suelo era abrupto, pedregoso, escarpado y siluetas extrañas semejaban cubrirlo en la inquietante oscuridad. Miedo, mucho miedo sitió la Princesa y sintió que deseaba alejarse de aquel lugar, mas echóle una última mirada y percatose que al final del siniestro túnel se divisaba una inmensidad de campos verdes, llenos de luz, podían hasta divisarse mariposas y escuchar melodiosos trinos de diversas aves.
El Príncipe entonces con voz firme y segura le dijo: “Al final de ese túnel, al que aquí llaman Túnel de Honestia, está tu esencia y allí es donde deseo que ambos estemos”. La Princesa entonces, muy a su pesar, recobró su tormento, pues no se atrevía a cruzar el túnel porque el miedo la atenazaba. Sabía que si conseguía el valor para cruzarlo, le esperaban los ansiados, infinitos y verdes campos, mas continuaba ocultando a su Príncipe Celta dicha angustia, provocándole un constante dolor.
La Princesa se vio entonces envuelta en un mar de contradicciones, ansiaba cruzar el túnel, pero el pánico se lo impedía, sufría por el Príncipe Celta pero no era capaz de enfrentarse al pasado para disfrutar ahora el presente e ilusionarse con su futuro.
Y así estaba entonces la Princesa, víctima de su conciencia, cómodamente obviando que debía enfrentarse al túnel para conseguir llegar a dónde ansiaba y mientras, la angustiosa inacción de la Princesa hacía que ella misma y el Príncipe Celta, continuaran destrozando sus pies en terrenos indeseados… ¿hasta cuándo?

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